No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona,
que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.
Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 1
No fueron llamados por sus méritos ni por su agudeza intelectual. Los Doce surgieron de los márgenes geográficos y sociales de Israel. No eran tontos, pero si hubiese existido un simple filtro de “recursos humanos”, la mayoría habría quedado descartada. En los relatos evangélicos se los ve titubeantes, impulsivos, vehementes, lentos para comprender, casi siempre superados por los acontecimientos. Ambición, traición, negación y huida forman parte de su recorrido. Esta representación sin maquillaje de quienes llegarían a ser los pilares de la Iglesia no es un defecto narrativo, sino —paradójicamente— uno de los signos más sólidos de la verosimilitud de los Evangelios: no se oculta la fragilidad, ni se hace esfuerzo alguno por edulcorar el origen.
“¿Qué buscan?”, pregunta Jesús, al ver que dos jóvenes galileos lo siguen. Ellos —Juan y Andrés— le responden con otra pregunta: “Maestro, ¿dónde vives?”. Jesús no ofrece una definición ni un programa; tampoco una consigna. Les propone un camino: “Vengan y verán”. No les resuelve la inquietud con una teoría, sino que los conduce a una experiencia. El papa Francisco comenta este episodio con aguda sensibilidad pastoral: “Los dos discípulos comienzan a estar con Jesús y enseguida se transforman en misioneros, porque cuando termina el encuentro no vuelven a casa tranquilos: sus respectivos hermanos —Simón y Santiago— enseguida se involucran en ese seguimiento” (Audiencia general, 30.08.2017).
Años después, ya anciano, Juan recordará la hora de aquel primer encuentro: “era como la hora décima” (Jn 1,39). Las cuatro de la tarde. No el alba ni el mediodía, sino el momento en que la luz comienza a declinar. Allí, en el umbral del ocaso, ocurrió algo que rasgó las cortinas del tiempo: una invitación indelegable al seguimiento. Fueron y vieron. No hubo promesas ni garantías. Solo la posibilidad real de habitar por un instante la intimidad del Maestro. Desde entonces, todo cambió. Juan no atesora ese momento como un dato biográfico, sino como una marca que define el horizonte de todo creyente: la iniciativa es divina y la respuesta es libre. Y todo es gracia.
Aquel pequeño grupo, errático y desigual, había depositado todas sus esperanzas en el Nazareno. Por eso la cruz no solo significó muerte biológica: fue desilusión radical. Sus sueños se estrellaron contra el suelo del Gólgota. No obstante, Juan conservará una imagen que permitirá otra lectura de aquel evento: del costado traspasado de Jesús brotó agua y sangre (Jn 19,34), elementos que la Tradición asumirá como símbolos del Bautismo y la Eucaristía. La comunidad cristiana nace desde lo profundo de la herida; desde la misma muerte se vislumbra el signo de la Vida.
Luego vendrá la Resurrección y la irrupción del Espíritu en Pentecostés. El miedo se transformará en palabra; la dispersión, en misión. Así se constituye una comunidad nacida no del cálculo ni del poder, sino del tejido de encuentros personales sostenidos por la fe eclesial. En efecto, ekklesía —la comunidad de los llamados— designará desde entonces al nuevo pueblo de Dios, reunido en torno a una memoria viva y vivificadora.
Estudiar esa historia no es un ejercicio de nostalgia ni un acto de propaganda ideológica. Es ingresar en una trama densa y polifónica, en la que carisma y estructura, profecía y poder, Evangelio y cultura se entrelazan con tensiones fecundas a lo largo de dos milenios. De la clandestinidad martirial se pasa a la tolerancia imperial; de allí, a la oficialización y a la progresiva configuración institucional del cristianismo. Luego vendrán las fracturas, los cismas, las reformas; y en esa oscilación entre perseguida y perseguidora, la Iglesia ha visto transfigurarse su rostro. Ha envejecido y rejuvenecido, ha hablado con autoridad y ha guardado silencio, ha sido refugio y ha dado escándalo. Entre el clericalismo autorreferencial y la militancia secular, entre la teocracia y la secularización, su devenir histórico exige mil matices: no tolera esquemas simplistas ni relatos unívocos: “Junto a la memoria, la búsqueda de la verdad histórica es necesaria para que la Iglesia pueda iniciar ―y ayudar a iniciar en la sociedad― sinceros y eficaces caminos de reconciliación y de paz social” (Francisco, Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21.11.2024).
No se trata de justificar todo ni de negar lo vivido: las heridas no se sanan ignorándolas. Según la teología patrística, “lo que no se asume, no se redime”. Porque no hay eclesiología madura sin memoria histórica. Y no hay fidelidad al presente sin conciencia de los caminos recorridos. Comprender la historia de la Iglesia es abrir espacio al asombro, a la crítica y a la conversión. Y confiar, como entonces en la hora décima, que el Espíritu del Resucitado sigue llamando incluso cuando la luz parece declinar.
Carlos Piccone Camere, Ph.D. en Historia de la Iglesia
Profesor del Departamento Académico de Teología y Docente UNEX
Pontificia Universidad Católica del Perú
Bibliografía
Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 1.
Francisco, Audiencia general, 30.08.2017.
Francisco, Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21.11.2024.